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Web y foro contra la desertización, el cambio climático y erosión en las Islas Canarias

Cambio climático: Canarias amenazada

Cambio climático: Canarias amenazada Canariasemanal.com, octubre 2004, n. 0

Celia Rodríguez Santamaría

Hasta hace bien poco parecía un peligro remoto. Pensábamos que aun cuando el cambio climático se produjera, sus efectos no nos afectarían ni a nosotros ni a nuestros hijos. Contribuían a alejar nuestros temores las declaraciones de numerosos “expertos”, generalmente afines a las esferas empresariales o de los gobiernos, que trivializaban las advertencias de los ecologistas y de algunos científicos, calificándolas de catastrofistas.

Su optimismo se sostenía en que, supuestamente, los avances de la ciencia y de la técnica – por si solos – solventarían los posibles “efectos secundarios” del crecimiento económico de Occidente. Los medios de comunicación, la mayoría dependientes económicamente de estas esferas de poder, ayudaron a disipar los posibles temores de la gente. El objetivo ha sido, y continúa siendo, ocultar o tergiversar la auténtica naturaleza de lo que se avecina.

Hoy, sin embargo, resulta difícil atreverse a negar la evidencia de la amenaza. Las manifestaciones de la crisis climática son cotidianas. Un reciente estudio de la Agencia Europea de Medio Ambiente ha constatado que los efectos del cambio climático pueden apreciarse ya en Europa en forma de tormentas, inundaciones, sequías y "otras condiciones meteorológicas extremas, cada vez más frecuentes y económicamente gravosas". De entre los países europeos, España y Portugal –frontera sur del continente- serán los más afectados por los efectos del calentamiento. El problema ha resultado ser mucho más grave de lo que se había calculado. A mediados del presente siglo sus temperaturas medias pueden llegar a incrementarse entre 2,5 y 3,5 grados centígrados en relación a las actuales. Pero si el futuro inmediato de la Península Ibérica no resulta muy esperanzador, el del Archipiélago Canario se presenta aún más inquietante. Dada su particular situación geográfica, cualquier alteración brusca, como una disminución de las precipitaciones, podría generar en las islas un proceso de desertificación de catastróficas consecuencias económicas y sociales.

EL “EFECTO INVERNADERO” COMO ORIGEN DEL CAMBIO CLIMÁTICO

La atmósfera terrestre está compuesta por una mezcla de gases (principalmente Oxígeno y Nitrógeno) entre los que se encuentran los que generan el “efecto invernadero”: dióxido de carbono, metano, dióxido de nitrógeno, etc. Estos gases absorben una parte del calor solar devolviéndolo luego a la superficie terrestre. Gracias a este proceso –que aminora las variaciones térmicas - la temperatura media de la Tierra es de unos 15 Cº. Sin una atmósfera que realizara esta función sería de unos -18 Cº. Por lo tanto, lo que se ha dado en llamar “efecto invernadero” es un fenómeno natural sin el cual no sería posible la vida en la Tierra tal y como la conocemos. Sin embargo, el Dióxido de Carbono (CO2) o el Metano no se introducen en la atmósfera solo por causas naturales sino también como consecuencia de la actividad humana. Actualmente, casi nadie se atreve a cuestionar que es esta actividad la que ha añadido un exceso de “gases invernadero” a la atmósfera provocando las alteraciones climáticas. Según el IPCC*, “un cambio discernible de influencia humana sobre el clima global ya se puede detectar entre las muchas variables naturales del clima”.

Más de las tres cuartas partes del CO2 que se concentra en la atmósfera tiene su origen en el consumo que se hace en unos pocos países del Primer Mundo de los combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo) del Planeta. El uso masivo de estas fuentes de energía no renovables ha aumentado la concentración de CO2 en la atmósfera en un 30% con respecto a los niveles preindustriales. Si su utilización continuara incrementándose al ritmo actual, a finales del presente siglo se llegaría a un aumento del 100%. Ni siquiera la constatación de que las reservas de petróleo y las de gas natural son claramente insuficientes para sostener durante mucho tiempo el crecimiento de la producción energética es capaz de detener esta escalada destructiva.

Por otro lado, también la deforestación desempeña un papel fundamental en la concentración de CO2. Los bosques actúan como “sumideros” naturales, ya que las plantas absorben Dióxido de Carbono durante su crecimiento. Los incendios destruyen este elemento de autorregulación y liberan el CO2 almacenado. Para comprender la magnitud de este proceso basta señalar que durante el siglo XX se destruyó el 60% de los bosques tropicales y que, cada año, se queman o talan cinco millones de hectáreas de selva, dos millones de bosque mediterráneo y diez millones de coníferas.

CONSECUENCIAS PLANETARIAS DEL CAMBIO CLIMÁTICO

Quizá el más conocido de los efectos del cambio climático sea el calentamiento global del Planeta. Los años noventa fueron los más calurosos desde que comenzaron a registrarse las temperaturas y la velocidad del calentamiento es actualmente de casi 0,2 grados por década. Según la mayoría de los estudios científicos, en los próximos 100 años se producirá un incremento global de entre 1.5 y 5.8 Cº. Lógicamente se trata de datos aproximativos, pero las revisiones al alza de las primeras cifras que se habían calculado indican que el fenómeno no deja de agravarse. En cualquier caso este aumento de temperatura sería el más rápido en los últimos 10000 años y haría muy difícil la adaptación de los ecosistemas del Planeta. Los conocimientos actuales son suficientes para pronosticar que, en muchos casos, ésta adaptación no se producirá. Se estima que de una quinta parte al 65% de los bosques boreales pueden desaparecer. Y, según un estudio reciente publicado en la revista Nature, más de un millón de especies podrían extinguirse antes del 2050. Jamás nuestra civilización ha tenido que enfrentarse a una amenaza semejante.

El calentamiento del Planeta está provocando ya la fusión de la capa de hielo de los casquetes polares y el subsiguiente aumento del nivel del mar -unos 88 cm a finales de este siglo- podría inundar muchas islas y ciudades costeras. Además, estas crecidas invaden las desembocaduras de los ríos, las zonas fértiles, salinizando muchos acuíferos y reduciendo las reservas de agua potable. A lo largo de este siglo, más de cien millones de personas pueden verse afectadas directamente por estas secuelas del cambio climático. Comoquiera que en el suelo helado de las áreas boreales se concentra una gran cantidad de metano –cuyo efecto sobre el recalentamiento global es muy superior al del CO2- si la descongelación de estos territorios no se detiene, su liberación acelerará enormemente el ritmo de este proceso.

En las próximas décadas aumentarán la frecuencia y la dureza de las olas de calor, que sólo en el año 2003 causaron la muerte de unas 30000 personas en los países de la Unión Europea.

La excesiva evaporación generada por el incremento de las temperaturas contribuirá a modificar los ritmos de las lluvias. Las masas de aire caliente absorben gran cantidad de vapor de agua que más tarde se descarga en forma de violentas precipitaciones. Por lo tanto, las altas temperaturas no provocarán solamente una intensificación de las sequías; sino también al aumento de las lluvias torrenciales. La agricultura y la ganadería de grandes zonas del Planeta pueden resultar arruinadas por el efecto combinado de ambos fenómenos.

Lo que hace no mucho tiempo era una fundada predicción científica se ha convertido en los últimos años en una realidad. En el 2003, los desastres naturales causados por fenómenos climáticos extremos se multiplicaron por 7. En el 2004, todo apunta a que la devastación que están provocando los ciclones, huracanes y tormentas superará con creces las pérdidas personales y materiales del pasado año.

Pero no solo la agricultura y la pesca sino todos los ecosistemas terrestres y acuáticos y, por lo tanto, el conjunto de las actividades socioeconómicas básicas y la salud humana se verán gravemente afectados. La Organización Mundial de la Salud ha alertado de que el cambio climático conllevará la reaparición y extensión de enfermedades infecciosas como la malaria, el dengue o la fiebre amarilla y una significativa pérdida de vidas humanas.

Muchos otros impactos son aún difíciles de prever, pero lo que sí se sabe con certeza es que no se manifestarán aisladamente. Ya en 1966, el biólogo Barry Commoner alertaba de que “el medio ambiente es un sistema complejo, delicadamente equilibrado, y este conjunto íntegro recibe el impacto de todas las agresiones infligidas separadamente por los agentes contaminadores… sus efectos acumulativos, sus acciones interdependientes y su amplificación, pueden ser fatales para la compleja trama de la biosfera”.

Commoner llegaba a finales de la década de los sesenta a conclusiones similares a las que, en el año 2003, se exponían en un informe sobre el estado del Mundo elaborado por el Instituto Wordswatch “a no ser que se produzca un cambio radical, la capacidad de la biosfera de la Tierra para albergar vida – incluyendo la humana – no podrá garantizarse por muchos años”.

EL CAMBIO CLIMÁTICO EN CANARIAS: EL IGNORADO PROTOCOLO DE KYOTO

Aunque puede hablarse con total propiedad de las “consecuencias globales del cambio climático”, sus impactos serán bastante dispares en unas y otras regiones de la Tierra. A la hora de evaluar la gravedad y magnitud que tendrá este cambio en cada una de ellas se deben tener en cuenta, al menos, dos factores fundamentales. La capacidad de los diferentes países para dar respuesta a los fenómenos climáticos más extremos y la situación geográfica de cada una de ellos. Como puede suponerse, serán los habitantes de las regiones más pobres –especialmente los del Sur- los que más sufrirán con las sequías, inundaciones, desplazamientos y hambrunas.

Pero, también entre los países del “Primer Mundo” la variable geográfica resultará fundamental. Al menos a muy corto plazo, aquellos que estén situados en altas latitudes podrían verse incluso beneficiados por unas temperaturas más suaves. En cambio, para los de bajas latitudes la elevación de las temperaturas se traducirá en: un mayor número de incendios, disminución de las reservas de agua, descenso de la productividad agrícola, etc.

En el caso del Archipiélago Canario, situado a escasos 100 Km del continente africano, la tendencia hacia la desertificación se manifestará intensamente, aunque ésta no será la única consecuencia negativa del cambio climático. Un incremento continuado de las temperaturas podría convertirse en detonante de un colapso del frágil e insostenible modelo económico impuesto en las islas, responsable a su vez de su feroz degradación medioambiental. Subordinar la economía de una región a un solo sector y tan inestable como el turístico, tal y como se ha hecho en Canarias, es de por sí bastante peligroso. Si además esto se hace en un territorio limitado y con unos ecosistemas tan frágiles como los del Archipiélago; y cuando la única “planificación” consiste en permitir el “crecimiento” ilimitado en beneficio de una depredadora clase empresarial, sin duda se están sentando las bases para reproducir las crisis económicas que han caracterizado toda nuestra historia.

En el Archipiélago Canario la “liberalización” del suelo ha dado rienda suelta al gran negocio de la especulación inmobiliaria que ha destruido, sistemáticamente, el suelo rústico, las zonas verdes y las costas de las islas.

La construcción de muelles deportivos, macro hoteles o campos de golf y la actividad asociada a estas instalaciones ha generado y continúa generando un consumo de energía desorbitado. La ingente cantidad de residuos que este consumo provoca desborda totalmente las posibilidades de tratamiento de las islas; por lo que, en muchos casos, se recurre a la incineración. Una de las prácticas que más gases de efecto invernadero incorpora a la atmósfera.

La política de gestión del agua, que prioriza también el abastecimiento del desproporcionado sector turístico y de una agricultura de exportación muy poco “ecológica”, somete los escasos acuíferos a una sobreexplotación e incrementa también el gasto energético de manera exponencial.

Para nuestra casta política, cuya connivencia con los sectores empresariales es bien conocida, los acuerdos internacionales que pudieran frenar este “crecimiento” no han supuesto ningún obstáculo. En 1997 el gobierno español firmó, junto a otros 38 países industrializados, el Protocolo de Kyoto. El compromiso de los representantes de la Unión Europea consistió en reducir la emisión de seis de los gases de efecto invernadero en un 8% entre los años 2008-2012 con respecto a los niveles de 1990. Sin embargo, a algunos países, que alegaron su escasa capacidad para reducir las emisiones, se les proporcionó un trato especial. Al Estado español se le permitió aumentar sus emisiones en un 15%. En el año 2003, ya había superando en casi un 40% los niveles de 1990. El archipiélago canario ha estado a la cabeza en la consecución de este lamentable record. Entre los años 1990 y 2000 la emisión de gases de efecto invernadero aumentó en Canarias en un ¡76,6%! (más que en cualquier otra parte del Estado).

En las Islas, un 49% de las emisiones de CO2 están generadas por el transporte; sobre todo por los vehículos privados. El censo de coches en Canarias supera las 1300.000 unidades, lo que significa que circulan casi 7 vehículos por cada 10 habitantes (datos del ISTAC). Pese a que estas cifras son más que alarmantes, no existen políticas ni presupuestos serios destinados a fomentar la alternativa del transporte público. Los hipócritas “días sin coche” celebrados cada año se combinan con la construcción de más carreteras y circunvalaciones que no pueden solventar los problemas de circulación, en tanto el parque móvil continúe aumentando.

Mientras, los canarios han empezado a sufrir algunos de los efectos del cambio climático. La ola de calor que afectó al Archipiélago entre los meses de julio y agosto del presente año fue, según el director del Centro Meteorológico de Canarias, “la más intensa que se ha conocido en Canarias”. El pasado verano se alcanzaron temperaturas de hasta 46 Cº en Lanzarote, 43Cº en Tenerife o 42Cº en el sur de Gran Canaria. Al menos 13 personas murieron como consecuencia de esta ola de calor.

Recientemente, un estudio realizado por la ULPGC estableció que las “mareas de algas” formadas por primera vez en aguas de Gran Canaria y Tenerife se originaron por una “combinación de condiciones climáticas inusuales hasta la fecha”. Según el profesor Antonio Ramos, se llegaron a dar en el mar temperaturas de 29,5 grados “tres por encima de la máxima temperatura registrada en los últimos 15 años”. Según los responsables del estudio este tipo de afloramiento puede convertirse en recurrente en el Archipiélago si las temperaturas continúan siendo tan elevadas. Y añadieron además que podrían reproducirse “otras bacterias más tóxicas que presentarían un riesgo para la salud humana”. No se trata, en este caso, de una manifestación espectacular del cambio climático, aunque sí ilustra hasta que punto son imprevisibles muchas de las consecuencias cuando se altera bruscamente el equilibrio de los ecosistemas.

En cualquier caso, lo que sí se puede predecir es que Canarias será una de las regiones donde más influirá este cambio. De alguno de los fenómenos extremos que hemos mencionado, como las lluvias torrenciales, hemos tenido ya trágicos adelantos, como las inundaciones en Tenerife en mayo del 2003.

Uno de los grandes peligros que tendremos que afrontar en el presente siglo será el progresivo aumento del nivel del mar. Ni siquiera es necesario imaginar escenarios apocalípticos de desaparición total de las islas (lo que por otro lado tampoco se puede descartar). Basta con pensar en el terrible impacto que incluso pequeños aumentos tendrían sobre nuestras playas y muelles, de los que tanto depende la actividad económica del Archipiélago.

Por otro lado, difícilmente el castigado sector agrícola de Canarias podría sobrevivir a un intenso proceso de desertización provocado por el efecto combinado de unas precipitaciones cada vez más escasas y el aumento en la evaporación del agua.

Si se suman a todos estos efectos una importante pérdida de biodiversidad y el fuerte incremento de la erosión de las islas, el panorama resultante no es, ciertamente, demasiado alentador. Y, desde luego, nada tiene que ver con el “paraíso de clima eternamente primaveral” que en las últimas décadas ha convertido a nuestro territorio en lugar de descanso para turistas británicos, alemanes o daneses.

Actualmente estamos viviendo una de las crisis más graves en el sector turístico y no parece que vaya a tener una pronta solución. ¿Qué sucederá en los próximos años si, como indican todos los datos, el ritmo del cambio climático continúa incrementándose? Y, ¿qué alternativas están planificando nuestros eximios políticos locales?

El pasado mes de mayo, el gobierno autónomo de Coalición Canaria mostró hasta que punto se interesa por el bienestar de sus ciudadanos, solicitando a Madrid un tratamiento especial para continuar superando el porcentaje de emisiones de gases recomendado para el Archipiélago.

¿QUÉ SE ESTÁ HACIENDO PARA DETENER EL CAMBIO CLIMÁTICO?

A nivel internacional, los síntomas cada vez más evidentes de lo que nos depara el futuro inmediato han hecho cundir la alarma. En los últimos años una acelerada toma de conciencia se ha generado en sectores cada vez más amplios de la sociedad. Muchos han empezado a actuar individualmente intentando cambiar sus hábitos de consumo y ahorro. En consonancia con esta nueva sensibilidad social, políticos profesionales e incluso los propietarios de las industrias más contaminantes se han transformado en ecologistas de nuevo cuño, incluyendo en sus respectivos discursos una inevitable alusión al “desarrollo sostenible”. ¿Pero, son sinceras estas declaraciones? Dejemos que los hechos se encarguen de responder a esta pregunta.

Los dirigentes políticos de todo el Mundo conocen desde hace al menos tres décadas lo que debería hacerse para intentar afrontar la crisis medioambiental. Los primeros estudios elaborados por el Club de Roma sobre este problema datan de finales de los años sesenta.

En 1972, la ONU se vio obligada a celebrar la primera cumbre de la Tierra. Desde entonces, las reuniones internacionales se han venido celebrando sin que ninguna de ellas sirviera para implementar medidas operativas capaces de frenar el grave deterioro al que está sometido el planeta.

En la Cumbre de Río de Janeiro, 1992, los líderes mundiales adoptaron, por fin, un “plan de acción para lograr un desarrollo sostenible”. Se realizaron numerosas y esperanzadoras declaraciones sobre la lucha contra el cambio climático, la protección de la biodiversidad o la erradicación de las sustancias tóxicas. La prensa internacional calificó el evento como el más importante de los celebrados hasta la fecha. Sin embargo, los grandes medios de comunicación prefirieron no hacerse eco del “desembarco” en la Cumbre del “Consejo Empresarial para el desarrollo Sustentable”, una asociación compuesta por 48 dirigentes de las mayores empresas de todo el Mundo. En realidad, el convenio sobre cambio climático firmado en Río de Janeiro por 181 países no estableció normativa vinculante alguna ni disposiciones efectivas. El “libre mercado, las nuevas tecnologías y el crecimiento económico” se mantuvieron como condiciones imprescindibles para alcanzar un “desarrollo sostenible” definido a la medida de los intereses representados por el Consejo Empresarial. En 1995, el Consejo se reorganizó, integrando esta vez a 150 empresas multinacionales de 27 países que participaron en la preparación de la Cumbre de Johannesburgo celebrada en el 2002. Así las cosas, no es de extrañar que el Plan de Acción aprobado en la ciudad africana propusiera como mecanismo para superar la degradación medioambiental una mayor “liberalización de los mercados”. Diferentes organizaciones internacionales han venido denunciando como la ONU ha abierto sus puertas a las más poderosas corporaciones multinacionales; que consiguen una y otra vez imponer sus propuestas de “autorregulación mediante códigos voluntarios de conducta”. Estas empresas, responsables directas de la destrucción medioambiental, comenzaron muy pronto a invertir una pequeña parte de sus beneficios en magníficas campañas propagandísticas destinadas a fabricarse una renovada imagen ecológica y a imponer un nuevo “ambientalismo empresarial”. Teoría en la que se plasma el deseo de subordinar el cuidado medioambiental a la “racionalidad” del mercado.

Un buen ejemplo de la hipocresía que se esconde tras estas lujosas propagandas lo ofrece la petrolera española Repsol. Recientemente, los responsables de la compañía hicieron público un comunicado en el que manifestaban su “preocupación ante los crecientes indicios de que la actividad humana está causando un impacto sobre el clima de consecuencias aún impredecibles”. Y se comprometían a “colaborar con las administraciones públicas de los países donde opera para facilitar el cumplimiento de los compromisos internacionales, singularmente el Protokolo de Kyoto”.

La realidad es que, en países como Argentina o Ecuador, Repsol IPF, además de despreocuparse totalmente de sus ingentes emisiones de gases, está cometiendo un auténtico genocidio con las ya menguadas poblaciones indígenas. Los Huaorani de Ecuador y los Mapuche de Argentina han denunciado a la petrolera por: explotación laboral, contaminar las reservas de agua potable ocasionando un número importante de muertes o enterrar los desechos de su producción sin ningún tratamiento previo. El 80% de los indígenas Huaorani de Ecuador son portadores de hepatitis como resultado de la explotación petrolífera. En Colombia, la compañía ha instalado bases militares para custodiar los pozos de petróleo; participando en las masacres paramilitares y en amenazas de muerte a los sindicalistas que se atreven a denunciar estos abusos.

Pero la actividad de Repsol IPF apenas si se diferencia de las prácticas del resto de multinacionales que, han conseguido apropiarse incluso de las reivindicaciones ecologistas. Paradójicamente, quienes hoy pretenden abanderar un “crecimiento sostenible” formaban parte, hasta hace bien poco, del “Global Clima Coalition”, poderoso grupo de presión creado para oponerse a las reglamentaciones sobre las emisiones de gases de efecto invernadero previstas por el Protocolo de Kyoto.

¿Y el publicitado Protocolo? ¿No podría significar al menos un primer paso para revertir el cambio climático?

El acuerdo firmado por los 39 países industrializados en la ciudad japonesa se ha presentado ante la opinión pública mundial como la muestra más evidente de que, finalmente, los líderes políticos han comprendido la necesidad de pasar a la acción en la defensa del medioambiente. Al mismo tiempo, se ha venido haciendo hincapié en que la negativa de los EE.UU. a comprometerse en el proyecto anulaba gran parte de su efectividad, ya que la potencia norteamericana es, con mucho, el Estado más contaminante del Planeta. Sin duda, esto es cierto. Pero representa tan solo un pequeña parte de la verdad.

Cuando han pasado casi siete años desde los acuerdos de Kyoto podemos realizar un primer balance sobre la credibilidad de las promesas realizadas en esa Cumbre.

La media de reducción de gases de efecto invernadero asumida en Kyoto por los países más industrializados fue de aproximadamente un 5.2%. Actualmente, y según un informe que la propia ONU hizo público en el 2003, “los países ricos están aumentando las emisiones de gases causantes del efecto invernadero y la tendencia no presenta signos de cambiar”. De acuerdo con los estudios realizados por esta organización, las emisiones de Europa, Japón, Estados Unidos y otros países industrializados crecerán en conjunto un 17% de aquí al 2010.

Pero lo más preocupante no es el hecho de que los rubricantes del Protocolo hayan sido incapaces de lograr la reducción a la que se comprometieron. Aún más significativo es el propio contenido de los acuerdos, que refleja hasta que punto sus pactos continúan subordinados a las necesidades de acumulación de los grandes poderes económicos. No mucha gente sabe que el Protocolo de Kyoto incluyó una fórmula ideal para que los firmantes pudieran eludir el compromiso ecológico: “la posibilidad de comerciar con los derechos de emisiones”. Esta cláusula –basada en los supuestos de la economía neoliberal- permite a las empresas que deseen contaminar por encima de los niveles establecidos acudir al mercado para comprar estos derechos a otras empresas o países. De esta forma, los Estados que más contaminan intentarán garantizar “su crecimiento económico” comprando sus cuotas a los países subdesarrollados. Sin ir más lejos, el Plan Nacional de Asignación de Derechos de Emisión de CO2 del PSOE prevé cumplir con el compromiso de Kyoto recurriendo a la compra de derechos en América Latina y la Europa del Este. El procedimiento para llevar a cabo este tipo de transacciones también fue desarrollado en el Protocolo bajo el eufemismo de “Mecanismos de Desarrollo Limpio”. Proyectos de inversión – es decir, nuevas posibilidades de hacer negocio- relacionados con bosques, plantaciones forestales y suelos en dichos países.

Con todo, el más importante de los engaños consiste en ocultar a la mayoría de la población el hecho de que el objetivo de reducir en un 5% u 8% las emisiones de CO2, no modificaría ni un ápice la evolución del cambio climático. Según las opiniones científicas más autorizadas, para estabilizar la concentración efectiva de Dióxido de Carbono en la atmósfera sería preciso reducir las emisiones de origen energético entre un ¡70% y un 80%! (con respecto a los niveles de 1990). Y aún así, dicha estabilización solo tendría lugar una década después con una cantidad de dióxido de carbono un 8% mayor que en 1990.

No es casual que nadie mencione estas cifras ya que, sencillamente, reducciones de esta magnitud son absolutamente incompatibles con la ley de hierro que rige el sistema económico mundial: la acumulación. Una de las primeras lecciones que se imparte a cualquier joven estudiante de Economía es que la única manera de evitar la paralización de la producción - que se produce cuando esta acumulación no puede continuar - consiste en aumentar el Consumo ¡sin cesar y además a una tasa creciente! Este objetivo básico de la actividad económica de la sociedad capitalista se formula habitualmente como la necesidad de alcanzar “un rápido y continuado crecimiento”.

En la actualidad, ya hemos sobrepasado con creces la capacidad de regeneración de la biosfera terrestre y los recursos naturales más básicos se agotan de manera alarmante. Y, pese a las viejas promesas de “prosperidad para todos”, el incremento de la producción continúa basándose en una concentración cada vez mayor de la riqueza y en la extensión de la miseria entre la mayor parte de la población mundial. Mientras el 20% de los habitantes del planeta dispone del 86% del PIB global; más de mil millones de personas no pueden acceder al consumo básico de agua, alimentación o energía.

Esta crítica situación ha convertido en un reto impostergable recuperar una explicación totalizadora que sea capaz de establecer las oportunas relaciones entre ecologismo – economía y política. Una explicación que permita desechar, por quiméricas, las soluciones que durante décadas nos han venido presentando como “realistas”. El cambio climático no se detendrá convenciendo a los grandes multinacionales para que contaminen con moderación. Por el contrario, su búsqueda continua del máximo beneficio y la lucha incesante por conquistar nuevos mercados y dominar los escasos recursos naturales continuarán empeorando, necesariamente, la crisis medioambiental. Las guerras de conquista contra Irak o Afganistán o la creación de un ejército europeo con capacidad para intervenir con la misma “efectividad” que el de los EE.UU., son sólo algunos ejemplos de lo que las grandes potencias están dispuestas a hacer para facilitarles el trabajo.

Así pues, atender a los imperativos ecológicos solo será posible modificando radicalmente el tipo de economía que rige nuestra civilización. Desde luego esta no será una tarea fácil ni exenta de duras confrontaciones. Tampoco el éxito de la empresa está garantizado. Pero, en cualquier caso, superar el actual sistema de producción y construir una sociedad que garantice la satisfacción de las necesidades básicas de las mayorías, respetando los ecosistemas a los que debemos la vida, es en la actualidad un requisito indispensable para la supervivencia de la especie humana. ¿Acaso existe otra motivación más importante que pueda guiar nuestros esfuerzos?

Referencias bibliográficas:

-* IPCC: Panel Internacional sobre Cambio Climático, compuesto por unos 2500 científicos

- Reichmann, Jorge. “Todo tiene un límite: Ecología y transformación social” Editorial Debate, S.A. (2001)

- Commoner, Barry. “Ciencia y supervivencia” (1966)

- Instituto Worldwatch “Situación del Mundo en el 2003” FUHEM e Icaria Editorial

- Nieto, Joaquín – Santamaría, José “Emisiones de gases de efecto invernadero en España por Comunidades Autónomas” 29 de octubre de 2003

- Ayala, Francisco “El cambio climático en España: una realidad”

- Protocolo de Kyoto de la convención marco de las Naciones Unidas

- Profesiones, nº 90 “España tratará de reducir un 0,4 las emisiones de gases hasta 2007” Julio-agosto de 2004

- Tamayo G., Eduardo “Cumbre secuestrada por transnacionales” Servicio informatico “ALAI-amiatina”

- Hauter, Wenonanh “Johannesburgo: Pactos con el diablo. Las sociedades privadas y el medio ambiente global” Rebelión 29 de agosto de 2002

- Wallerstein, Inmmanuel “Ecología y costes de producción capitalistas. No hay salida” Iniciativa Socialista, nº 50 Otoño de 1998

- “Canarias registra el verano más caluroso desde que se miden las temperaturas”. La Provincia. 1 de septiembre de 2004

- “Gobierno de Canarias achaca las “mareas de algas” a las altas temperaturas y el siroco” La Provincia. 24 de septiembre de 2004

- “Lejos de Kyoto”. La Provincia. 9 de mayo de 2004

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